viernes, 23 de enero de 2009

La Anécdota de la Patata

La Anécdota de la Patata.


Con aquel vino perfumado que siempre me alargaba la cata, llenándome el tapón de chapa de la botella, el capitán de los comandos alemanes siempre terminaba bailando una especie de danza rusa con los pocos pelos que cubrían su enorme calva desordenados por el ímpetu de los saltos.

Éramos un equipo en la corta cadena de trabajo. Él y yo nos ocupábamos. Él llenaba los moldes de goma con una aleación de zinc y estaño líquido por la temperatura de la caldera. Después me entregaba el molde lleno de figuritas y yo los abría y separaba del tronco ramificado, clasificándolas en cajones.

Dos niños emigrados, él cuarenta años antes que yo, los dos con catorce años, él desde Rumania, yo desde España. Le pasó por encima la segunda guerra grande, incorporándolo a su crueldad, y llegó a capitán.

Aquel hombre corpulento era mi amigo, y así, con esta hermosa palabra, nos dirigíamos el uno al otro.

La danza de mi amigo capitán se acababa con la botella en las horas extraordinarias del sábado por la mañana, y siempre perdía la lucha, porque el recuerdo era más fuerte que el vino. Había matado, y lloraba por su imposible perdón. Fue especialista en bombas, en minas, en artefactos explosivos. Pero él siempre recordaba la misma escena que reproducía entre tremendos sollozos golpeando con rabia la mesa de trabajo con su enorme puño.

Él tendría cerca de los sesenta años, yo los dieciséis. Me protegía como si fuese su hijo, y yo me encariñé con él. Nos apañábamos para entendernos, incluso teníamos conversaciones entremezclando la mímica con palabras alemanas, españolas y rumanas.

Lo invité a conocer a mis padres y él accedió gustoso. Comimos, pero en la sobremesa los fantasmas le exigieron de nuevo el recuerdo: no debía estar contento. Era de aquellas razas a extinguir por el loco del pasado, y de nuevo no aguantó su aflicción, y entre llantos y sollozos explicaba cómo los niños inocentes cogían los bolígrafos o juguetes explosivos que sus hombres tiraban ex–profeso al medio de la calle, en aparente pérdida.

Me invitó a pasar un fin de semana con su familia y conocer a sus hijos y mujer. Tenía dos pequeñas gemelas rubitas preciosas adoptadas, un hijo varón de un anterior matrimonio, y otro del actual.

El domingo por la mañana fuimos él y yo al huerto donde tenía patatas. Él comenzó a descubrirlas mientras yo las cogía y las echaba al saco. Le pedí el relevo, pues su trabajo era más pesado y, bromeando, le advertí que yo lo haría mejor que él. Accedió y cambiamos la faena.

Buscando el perdón de los fantasmas, interpuso la cabeza entre la trayectoria de la azada y la mata buscando el accidente tras una patata medio enterrada.

No tuvo suerte.




Balbino

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